18 may 2013

¿El País al garete?


 Despues de treinta años de fidelidad puede que me pase como a Maruja Torres, que la tradidión, la historia, la lucha por la libertad que se hicieron años atrás no es razón suficente para jurar fidelidad eterna.
Soy lector asiduo del El País,  un diario que siempre he considerado de los más equilibrados en  sus estados de opinión desde mi visión personal del mundo y desde que se fundó superando todos los altibajos de tan extensa singladura.
 Esta crisis que estamos viviendo se está llevando  muchas cosas, desde puestos de trabajo, maneras de vivir,  hasta visiones de la vida. Pero hay cosas que, a nuestro pesar,  no se ha llevado e incluso las ha hecho proliferar.
 Por eso para reflejar el estado de las cosas  es conveniente leer el artículo  de Maruja Torres (quizás el último) que ha publuicado el País esta semana.

Ignominia

Hay más dignidad en la uña del meñique de un desahuciado que en toda la cúpula que nos aniebla


Vivimos en un tiempo de canallas sumidos en un estado de necedad permanente. Lo interesante para quienes somos víctimas del navajismo institucional, de lo que ha dado en llamarse su violencia simbólica, es averiguar qué nació primero. Si el ser canalla o el ser necio. Quién alimenta a quién. O si el canalla, al saberse aupado por sus pares a la cresta del capitalismo caníbal, ha perdido toda compostura, todo pudor, y no le importa en lo más mínimo que su retorcida necedad se exhiba en plaza pública. ¿Quién va a bajarme de la cima? ¿A mí? Vamos, hombre.
Así es como los Wert, Ruiz-Gallardón, Margallo, Morenés y Rajoy, por citar solo a algunos; las Báñez, Botella, Cifuentes y Cospedal, por mencionar a unas pocas otras. Así es como los directivos de la televisión pública y sus palmeros, y los guerra civilistas de los periódicos insanos. Así es como los ejecutivos de las grandes empresas y de los grandes bancos que se blindan los sueldos y las pensiones y los bonos... Así es, termino por fin la frase —en algún momento hay que hacerlo, pero sujetos no faltan—, así es como toda esta banda de añejos arribistas se carcajea de nosotros. Pisoteando nuestros cráneos y sin importarles la vergüenza ajena que sus dislates nos provocan.
“¡Mira, madre! ¡Estoy en la cima del mundo!”, gritaba al final de Al rojo vivo, la película de Roul Walsh, el asesino nato Cody Jarret, héroe negativo de una época turbulenta.
Estos depredadores de ahora se gritan los unos a los otros: mira chico, yo también he llegado, y cada día se me ocurre algo más necio. Los de abajo, los desangrados, empezamos a añorar a los clásicos gánsteres.
Hay más dignidad en la uña del meñique de un desahuciado que en toda la cúpula que nos aniebla.

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